lunes, 30 de abril de 2012

Un cambio en lo generar, requiere un cambio en lo particular...Mahatma Gandhi

El hambre, el clima y el futuro sustentable

Por José Graziano da Silva*
SANTIAGO, 28 dic (Tierramérica).- Cuando se coloca a un niño desnutrido en una balanza, lo que se está midiendo no es sólo un organismo enflaquecido, sino la síntesis de una lógica tan nefasta como la que derrumba bosques, sopla destrucción y excluye a mil millones de personas de la posibilidad de una vida digna.
La conciencia del siglo XXI no puede seguir ignorando que, mientras haya hambre, no habrá un futuro sustentable.
Las respuestas a los desafíos que amenazan a la humanidad no pueden seguir repitiendo el enfoque segmentado predominante en el patrón de desarrollo del siglo XX, que nos dejó tantos problemas sociales y ambientales. Ellas dependen, necesariamente, del diálogo entre las demandas sociales, económicas y ambientales.
El cambio climático afecta, sobre todo, a las poblaciones pobres, institucionalmente desamparadas y con menor capacidad de reaccionar con velocidad a eventos desestabilizadores. Por ejemplo, el contingente de quienes están excluidos del mercado y los pequeños productores rurales.
En casi todas las regiones del mundo, las poblaciones acorraladas por el hambre y la pobreza habitan áreas de riesgo natural. Son ellas quienes figuran entre las principales víctimas de los desastres ambientales acentuados por fenómenos cíclicos como El Niño y La Niña.
El cambio climático también aumenta la intensidad de los eventos extremos y los vuelve más impredecibles. Las consecuencias ya son visibles hoy en el aumento del costo de los seguros agrícolas y en la escasez de agua que afecta a algunas regiones del mundo, y se convierte en principal limitante para la expansión agrícola.
Además, la inseguridad relacionada al clima contribuye a la volatilidad de los precios de los alimentos, que una vez más presentan una trayectoria ascendente.
Para 2050, la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) prevé que la producción agrícola en los países en desarrollo caerá entre nueve y 21 por ciento debido al calentamiento global.
Asimismo, un aumento relativamente pequeño de la temperatura media global, de entre uno y dos grados, puede tener impactos significativos en la seguridad alimentaria mundial, porque causaría una caída en la productividad e inutilizaría 110 millones de hectáreas de tierra en las zonas más próximas a la línea del Ecuador, donde están la mayoría de los países en desarrollo.
Por otro lado, la población mundial crece por año en una cantidad equivalente a los habitantes de Etiopía (80 millones de personas). En 2050, la humanidad tendrá 9.000 millones de bocas. La FAO cree que se necesita agregar anualmente una Australia agrícola a la oferta mundial de alimentos.
Así, no resulta malthusiano reconocer que el cambio climático puede amenazar la seguridad alimentaria.
Por ahora hay tierra suficiente, además de tecnología y conocimiento para elevar la producción. Eso haría posible satisfacer la demanda de alimentos de la población mundial en 2050 casi sin expandir la frontera agrícola: la FAO estima que 90 por ciento del aumento de la producción de alimentos necesaria para alimentar al mundo de entonces provendrá de incrementos en la productividad, y sólo 10 por ciento de una expansión del área plantada.
Lo que falta son recursos y decisión política para aprovechar el potencial disponible. Eso reafirma la urgencia de una acción articulada para vencer el hambre y el desequilibrio ambiental de manera conjunta.
Así como la cumbre de cambio climático de Copenhague, celebrada entre el 7 y el 19 de este mes, podría haber inaugurado un nuevo ciclo en relación a los objetivos aún no alcanzados de mitigación del fenómeno, la Cumbre Mundial sobre Seguridad Alimentaria, celebrada por la FAO en noviembre en su sede de Roma, sugiere un punto de inflexión en el caso de la lucha contra el hambre.
Desde los años 80, los gobiernos, sobre todo los de los países en desarrollo, fueron instados por la agenda del Estado mínimo a transferir las responsabilidades del abastecimiento doméstico de alimentos a los intercambios internacionales, que proveerían la oferta justo a tiempo, a un costo inferior al cargamento de reservas y al fomento local.
Las políticas de desarrollo rural fueron desmontadas. Las reservas de alimentos de emergencia se agotaron. El tamaño de la ayuda internacional al desarrollo agrícola pasó de 17 por ciento en los años 80 a menos del cinco por ciento actual. En un mundo de oferta abundante y mercados obsequiosos, ¿qué sentido tenía destinar recursos fiscales escasos a los agricultores pobres?
La respuesta vino en forma de desastre. La explosión de los precios de los alimentos en 2008 provocó que la cuenta de hambrientos alcanzara un récord sombrío, saltando de 873 millones personas a más de mil millones en dos años.
Frente a la emergencia, la respuesta de la reunión de Roma fue clara.
La responsabilidad decisiva por la seguridad alimentaria debe ser reasumida integralmente por los gobiernos de los países en desarrollo. Las estrategias de combate al hambre y a la pobreza no pueden ser impuestas desde afuera.
Las naciones ricas seguirán siendo presionadas para que destinen el 0,7 por ciento de su producto interno bruto a la ayuda internacional, garantizando el fomento agrícola por lo menos de una manera equivalente a la de los años 80.
Sin embargo, ningún otro protagonista que no sean los propios gobiernos puede llenar el doble vacío que ha generado la crisis mundial: el que dejó el mito de la auto-regulación de los mercados y el abierto por las defraudadas expectativas de solidaridad internacional, como un bote salvavidas para mil millones de hambrientos.
El último día de este año, 28 por ciento de los niños de los países pobres dormirán de la misma forma en que se despertaron el primer día de 2009: enredados en la tela asfixiante de un mal que no tiene cura.
El roce entre lo posible y lo imposible, en el caso del hambre y el ambiente, cuestiona la inercia de la política y convoca la energía transformadora de la sociedad para coordinar respuestas que Copenhague y Roma han demostrado que deben ser parte de una agenda indivisible: la civilización sustentable.

* José Graziano da Silva, representante regional de la FAO para América Latina y el Caribe. Derechos exclusivos IPS. Excluida su publicación en Brasil.

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